LECTURA #14
RESUMEN
La tigresa
En cierto lugar del estado de Michoacán vivía una joven a quien la naturaleza le había ofrendado todos esos dones que pueden contribuir grandemente a la confianza en sí misma y a la felicidad de una mujer.Era un ser afortunado pues además poseía una cuantiosa herencia heredada de su padre. No era de sorprender, pues, que por su extraordinaria belleza y aún más por su considerable fortuna, fuera muy codiciada por los jóvenes de la localidad con aspiraciones matrimoniales. El problema era que Luisa no sólo poseía todos los defectos inherentes a las mujeres, sino que acumulaba algunos más. Para dar una idea más precisa de su carácter, habría que agregar la ligereza con que se enfurecía y hacía explosión por el motivo más insignificante y baladí. Y hasta sus mismos padres se retiraban a sus habitaciones y aparecían cuando calculaban que ya se le había pasado el mal humor. El significado de la palabra “obediencia” no existía para ella. Nunca obedeció, pero también hay que aclarar que nunca alguien se preocupó o insistió en que lo hiciera. A pesar de su mal genio, los pretendientes revoloteaban a su alrededor como las abejas sobre un plato lleno de miel. Pero ninguno, no importa qué tan necesitado se encontrara de dinero, o qué tan ansioso estuviera de compartir su cama con ella, se arriesgaba a proponerle un compromiso formal antes de pensarlo detenidamente. Sucedió que en ese mismo estado de Michoacán vivía un hombre que hacía honor al nombre de Juvencio Cosío. Tenía un buen rancho no muy lejos de la ciudad donde vivía Luisa. Él no era precisamente rico, pero sí bastante acomodado, pues sabía explotar provechosamente su rancho y sacarle pingües utilidades. Tenía unos treinta y cinco años de edad, era de constitución fuerte, estatura normal, ni bien ni mal parecido… Cierto día en que tuvo la necesidad de comprar una silla de montar, pues la suya estaba muy vieja y deteriorada, montó su caballo y fue al pueblo en busca de una. Así fue como llegó a la talabartería de Luisa, donde vio las sillas mejor hechas y más bonitas de la región. Ella manejaba personalmente la talabartería que heredara, primero, porque había sido el deseo de su padre el que el negocio continuara funcionando, y segundo, porque le gustaba mucho todo lo concerniente a los caballos. Luisa se encontraba en la tienda cuando Juvencio llegó y se detuvo a ver las sillas que estaban en exhibición a la entrada, en los aparadores y colgadas en las paredes por fuera de la casa. Ella, desde la puerta, lo observó por un rato. De improvisto Juvencio desvió la vista y se encontró con la de Luisa. Ella le sonrió abiertamente. Juvencio, agradablemente sorprendido por la franca sonrisa de Luisa, se acercó y dijo: —Buenos días, señorita. Deseo comprar una silla de montar. —Todas las que usted guste, señor —contestó Luisa—. Pase usted y vea también las que tengo acá adentro. Quizá le guste más alguna de estas otras. Juvencio revisó 141 todas las sillas detalladamente pero, cosa rara, parecía haber perdido la facultad de poder examinarlas cabalmente. Sus pensamientos estaban muy lejos de lo que hacía. Cuando repentinamente volteó otra vez a preguntar algo a Luisa, comprendió que ésta lo examinaba tan cuidadosamente como él lo hacía con las sillas. Sorprendida en esta actitud, ella trató de disimular, y se sonrojó. Después de largo rato (ninguno de los dos tenía noción del tiempo transcurrido), haciendo un gran esfuerzo, dijo: —Creo que me voy a llevar ésta. Sin embargo, debo pensarlo un poco más, si me la aparta hasta mañana, yo regreso y le decidiré definitivamente. ¿Le parece? Mientras cabalgaba de regreso, Juvencio llevaba dibujaba en su mente la encantadora sonrisa de Luisa, y cuando por fin llegó a su casa, se sintió irremediablemente enamorado. Al siguiente día otra vez empezaron por ver sillas y arreos, pero tal y como el día anterior, la conversación pronto se desvió y platicaron largamente sobre distintos temas hasta que él se dio cuenta con pena que las horas habían volado y que no había más remedio que comprar la silla, despedirse e irse. Cuando ella había recibido el dinero y, por lo tanto, el trato se consideraba completamente cerrado, Juvencio dijo: —Señorita, hay algunas otras cosas que necesito, tales como mantas y guarniciones. Creo que tendré que regresar dentro de unos días a verla. —Ésta es su casa, caballero. No deje de venir cuando guste. Siempre será bienvenido. —¿Lo dice de veras, o sólo como una frase comercial? —No —rió Luisa—, lo digo de veras, y para demostrárselo lo invito a almorzar a mi casa. En la mañana del tercer día, Juvencio regresó. Esta vez a comprar unos cinchos. Y desde ese día se aparecía por la tienda casi cada tercer día a comprar o a cambiar algo, a ordenar alguna pieza especial o a la medida. Y ya era regla establecida el que siempre se quedara después a almorzar en casa de Luisa. Tras estas visitas, Juvencio se presentó una tarde muy formalmente a pedir la mano de Luisa a la abuela y a la tía con las que vivía la joven. Naturalmente, Juvencio antes lo había consultado con Luisa, y como ésta tenía ya lista su respuesta desde hacía tiempo, contestó simplemente: —Sí. ¿Por qué no? A la semana de estar comprometidos, Juvencio platicaba una mañana con Luisa en la tienda. La conversación giró sobre sillas de montar, y Juvenecio dijo: —Pues mira, Licha; a pesar de que tienes una talabartería, la verdad es que no sabes mucho de esto. —¡Desde que nací he vivido entre sillas, correas y guarniciones, y ahora me vienes a decir tú en mi cara que yo no conozco de pieles! —Sí, eso dije, porque ésa es mi opinión sincera —contestó Juvencio calmadamente.
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