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LECTURA#16

 LECTURA#16

El prado de los cinco dueños

Junto al río Guadalquivir, cerca de la ciudad de Sevilla, a ambos lados de sus orillas, se extendía un prado alargado. Parecía que dormía agradecido y confiado en aquella tarde en que exhalaba su olor a yerba recalentada.Pasó por allí un pintor y, al ver el césped con tantas tonalidades en su gama verde, pensó que era el color ideal que andaba buscando. Había hallado aquellos fondos que intuía, sin encontrar, desde hacía largo tiempo. Sin querer, los tenía allí, en aquel trozo de hierba. La habitación que estaba pintando para la sultana llevaría aquellos matices, con lo que la joven tendría la ilusión de vivir dentro de una esmeralda. Y adquiriría fama, causaría sensación en palacio. Pasó por allí un ganadero, cuyo negocio iba floreciente. Su clientela había aumentado y necesitaba ampliar sus pastos. Al contemplar la hierba fina, tierna y limpia, pensó que aquel prado era lo que necesitaba. Podría hacerle un riego diario, daría mucha hierba. Las vacas pastarían con su alma vacuna sosegada y luego podrían rumiar pacientemente. ¡Sería un buen negocio! Su ganado podría pastar hasta hartarse. Pasó por allí un moro que anhelaba su tierra africana. No hacía más que trabajar y más trabajar. Cuando vio el verdor del prado reverberando a los últimos rayos del arrebol y los árboles reflejándose en las aguas, se acordó con nostalgia de su infancia, del ambiente de los oasis africanos en sus años jóvenes. De niño, en su tierra, los adultos fumaban la pipa al caer el sol. ¡Qué bien se encontraría allí, tumbado, sin pensar en nada, con una larga pipa mirando vagamente al horizonte y un gran vaso de té amargo como el que se hace en el desierto! Aquel rincón le pareció un retazo del paraíso prometido. Solamente faltaban los oasis con sus palmeras, dátiles y las huríes bailando la danza de los velos. Pasó por allí un afamado arquitecto, rico en ideas, aunque pobre en suerte. Había hecho algunas construcciones, pero no aquella que le hubiera gustado, su gran obra, la que tenía dentro de su cerebro y soñaba con realizar algún día. Al ver el entorno, el prado con sus dimensiones precisas y el río acunando el ambiente, imaginó la edificación que podría hacer, su obra soñada. Construiría un edificio circular de doble planta, con minaretes y una fuente en medio. Lo rodearía con árboles gigantes, espejos y cataratas nunca vistas caerían desde lo más alto, alimentadas por una noria movida por la misma corriente del río. Si compraba la finca a buen precio, el negocio estaba asegurado. ¡Era la oportunidad de su vida! Por allí pasó un poeta. Iba refrescando su rostro con el agua de una cantimplora. Sus ojos se perdían en la superficie plácida del agua y sus 160 161 alrededores. Durante un largo rato estuvo contemplando el fluir de la corriente, sólo eso, verla fluir. Ante aquel entorno alfombrado en el que descansaban las ninfas del río, se sintió transformado a un mundo de belleza. Se sentó en un murete y se quedó largo rato observando el contraste entre el prado y una elegante bugambilia que trepaba juguetona por la pared. A medida que giraba el sol, los destellos de la hierba iban cambiando. Por momentos era un verdemar ondulante ligeramente rizado; luego, al venir los rayos de costado, la superficie se tornaba verdiblanca; al oscilar la brisa, semejaba una nube aleteante de hormigas aladas, una mano peinando las crines de la pradera. La luz se fue apagando, el tono se fue haciendo oliváceo, más triste, casi negro. El poeta oía el silencio de sabor a campo en el atardecer de hierba recalentada. El poeta respiró hondo, fuerte, despacio, como si toda la visión hubiera sido un regalo. Se marchó canturreando una canción, mordisqueando una brizna entre los dientes. —Maestro, ¿qué había en el prado verde? ¿Había tantas cosas? —le pregunté. —El prado no es más que un prado. —Y lo que cada uno ha visto, ¿dónde está? ¿Estaba allí o lo llevaba dentro cada persona? —Adivínalo tú, que ya sabes la respuesta.

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