Lectura#8
De preferencia, guapitos de cara
l cartero tocó el timbre. —¡Abre, Riqui! —¡No puedo, mamá! ¡Hace mucho frío! —¡Mecachis con el frío! —se quejaba la madre. Y gritaba, dirigiendo la voz hacia el piso superior—. ¿Bajas a abrir, Silvia? Silvia estaba muy concentrada, leyendo el primer volumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, prodigiosa obra maestra de la Literatura Mundial, con la que ya llevaba tiempo bregando por descifrarla. Volvieron a llamar a la puerta y se oyó a la madre desgañitándose desde la cocina: —¡¿Es que nadie puede ir a abrir la puerta?! ¡Silvia! Silvia puso las gafas sobre el libro, como contrapeso para no perder el punto, salió de su sanctasanctórum6 y bajó a la planta. —¿No oyes que llaman? —le preguntó a Riqui. —Hace demasiado frío y soy pequeño —contestó él, sin dejar de pedalear. E 6. Sanctasanctórum: lugar muy reservado, íntimo, casi secreto. 74 75 —Pues se me ocurre una manera de hacerte entrar en calor. —¡Mamá, mamá, Silvia me quiere pegar! Silvia abrió la puerta. El cartero, harto de esperar, suspiró al verla. Resoplaba y golpeaba el suelo con los pies para demostrar que no era nada agradable esperar a la intemperie con el frío que hacía. La miraba con una expresión especial, digamos que un poco feroz. Exageraba: tampoco era para tanto. Le entregó las tres primeras cartas. —Eso es para tus padres —dijo, como dejando claro de entrada que los señores Jofre eran inocentes de lo que en aquellos momentos le exasperaba. —Ah, gracias. —¡Y esto es para ti! Silvia se quedó atónita al ver el grueso fajo de cartas que el hombre acababa de sacar de su bolsa. —¿Para mí? —balbuceó— ¿Todas? —Treinta y siete, exactamente, si es eso lo que te estás preguntando. El cartero se alejó murmurando algo sobre las horas extras que tendría que hacer si todas las casas del pueblo tuvieran la desfachatez de recibir treinta y siete cartas diarias. Silvia cerró la puerta con gesto de autómata. Parecía hipnotizada por el montón de sobres en los que, inequívocamente, figuraba su nombre y dirección. Treinta y siete. Era imposible. Eran más de las que recibía en todo el año, incluidas las postales veraniegas. Treinta y siete cartas en un día. Era imposible. Subió a su habitación, cogió las gafas, se dejó caer sobre la mecedora y abrió un sobre al azar. Se encontró ante una foto-carnet que mostraba a un chico de unos quince años, de amplia sonrisa y dentadura parecida al teclado de un piano, con una tecla negra y todo. La carta estaba escrita a bolígrafo sobre papel cuadriculado, sin duda arrancado de una libreta escolar. Decía: Dulce Silvy: ¡Se han acabado tus problemas! ¡Pongamos fin a tu existencia miserable! Aquí tienes a Miqui M. Mallangas (o sea, MMM, o sea, yo) dispuesto a calmar tu desesperación. Por la foto, verás que no me puedo quejar de mi jeta: cumplo con los requisitos del 75 anuncio, ¿vale? ¡Espero que tú no seas un cardo borriquero! ¡Ja, ja, ja! Es una broma, Silvy. Pero, por si acaso envíame una foto. A poder ser en bikini, je, je. Aquí tienes mi dirección... El estupor de la chica aumentaba por momentos. ¿Quién demonios era aquel Miqui Mallangas que se permitía aquellas confianzas? Cualquier cosa menos una eminencia, eso seguro. Su carta era... era. No había palabras. ¡Espero que no seas un cardo borriquero! Con esto estaba dicho todo. Lo que más la intrigaba, no obstante, era la alusión a un anuncio. ¿A qué anuncio se refería aquel mongólico? Ella no había puesto ningún anuncio en ninguna parte, nunca, en toda su vida. Abrió otra carta. En ésta no había foto. La primera frase decía: He leído tu anuncio publicado en De Todo Corazón y… se le cortó la respiración. No pudo continuar leyendo por la sencilla razón de que se le cayó el papel de las manos. Una terrible sospecha empezó a tomar cuerpo en su mente. Abrió otro sobre. Y otro. Y otro.
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