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LECTURA #12

 LECTURA #12 

laramaseca

Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, encerrada con llave, y le decían: Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y a llama a doña Clementina.Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con «Pipa». Doña Clementina la veía desde el huertecito. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría la ventanuca tras la cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba. —¿Qué haces, niña? La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate. —Juego con «Pipa» —decía. Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien. —¿Con quién hablas, tú? —Con «Pipa». Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por «Pipa». Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criaturita, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió: —Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los campos... —Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado... Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosela pecho adentro. —Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, le echaré a faltar —se decía. Un día, por fin, se enteró de quién era «Pipa». —La muñeca —explicó la niña. 121 —Enséñamela... La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente. —No la veo, hija. Échamela... La niña vaciló. —Pero luego, ¿me la devolverá? —Claro está... La niña le echó a «Pipa» y doña Clementina cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. «Pipa» era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos. —¿Me la echa, doña Clementina…? Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a «Pipa» hacia la ventana. «Pipa» pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego. Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con «Pipa». —«Pipa», no tengas miedo, estáte quieta ¡Ay, «Pipa», cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, «Pipa»... Siéntate, estate quietecita, te voy a contar: el lobo está ahora escondido en la montaña... La niña hablaba con «Pipa» del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a «Pipa» en las rodillas, y la hacía participar de su comida. —Abre la boca, «Pipa», que pareces tonta... Doña Clementina la oía en silencio: la escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia. Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla: —¿Y la pequeña? 121 122 123 —Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta. —No sabía nada... Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea. —Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín. Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría. La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó: —¡Pascualín! ¡Pascualín! Entró en una estancia muy pequeña, adonde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados. —Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Cómo estás? La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras. —Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a «Pipa», que me aburro sin «Pipa»... Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar con los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón. Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.

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